Haftarát Vayetzé Hoshéa (Oseas) 11:7 – 14:10
Resumen
Ya’aqóv se había escapado de su casa por temor a que su hermano Esáv lo matara, tras haberlo engañado quitándole la primogenitura.
En el camino se queda dormido y sueña con una escalera que llega hasta el Cielo, con ángeles que suben y bajan a través de ella. Al despertar, llama a ese lugar “Bet-El” (Casa de Dios) y hace un altar.
Ya’aqóv llega a Jarán y se enamora de Rajél, por quien debe trabajar siete años para tomarla por esposa. El día del matrimonio, su suegro Labán le da a Le’áh por ser la hija mayor, y le ofrece a Ya’aqóv trabajar otros siete más años por Rajél.
Ya’aqóv cumple con los catorce años trabajando para su suegro Labán para casarse con Rajél.
De lo hijos de Ya’aqóv con Rajél y Le’áh (y sus dos sirvientas Bilháh y Zilpáh) descenderán las 12 tribus de Israel.
Comentario
Un fruto nunca cae lejos del árbol. Igualmente, todos llevamos rasgos, características y genes de nuestros padres. Intentamos disminuir sus flaquezas y problemas e imitar sus virtudes. Repetimos las historias y ajustamos algunos detalles, está allí, pero bien escondido en nuestro ser, la chispa que alguna vez fueron ellos y que hoy cargamos nosotros. No hablo solo de nuestros padres biológicos, hablo más que nada de nuestros Patriarcas, Avrahám, Itzjáq y Ya’aqóv, quienes nos dejaron su bendición en forma de herencia y tradición.
Pero de los tres es Ya’aqóv quien más nos marca. Tanto es así que el nombre que recibimos como pueblo es el de “Israel (Ya’aqóv)”, ya que éste representa la condición más humana de nuestros Patriarcas. Avrahám poseía una capacidad sin igual para la percepción de lo Divino. Conversa con Dios, incluso hasta se anima a entender sus intenciones. Itzjáq representaba lo completo, aquel que nunca dudó al punto tal que nunca abandonó la tierra que Dios le dio en heredad. Pero Ya’aqóv tiene sus manías, sus problemas, sus angustias y sus puntos oscuros, él es un ser humano en el cual uno se puede identificar.
Ya’aqóv no es solo un modelo de imitación para cada judío en lo individual, sino sobre todo en lo colectivo. La vida del tercero de nuestros Patriarcas es la historia de todo el pueblo de Israel.
De sus 130 años de vida, 36 años los pasó lejos de su hogar (Rashí, Bereshít 28:9), en otras palabras, prácticamente un cuarto de su vida él lo vivió en el exilio. Y durante todos esos años solo un pensamiento lo mantuvo en pie, el deseo de volver a la casa de su padre.
“Y ya que te ibas, porque tenías deseo de la casa de tu padre, …” – Bereshít 31:30
Ya’aqóv, aun habiendo multiplicado grandemente su dinero, sus bienes, a pesar de haber formado una familia con varios hijos y esposas, no era feliz. Todos esos años de éxitos materiales y familiares se encontraban incompletos por la necesidad de volver a su hogar.
Así es la vida de cada judío en lo individual y en lo colectivo. Vivimos una vida en el exilio, gran parte de ese tiempo lo utilizamos para prosperar económicamente, socialmente y culturalmente. A veces incluso los años parecen minutos porque corremos urgentemente detrás de la satisfacción de los deseos materiales. Pero al final nos damos cuenta que nuestro verdadero deseo no es la de buscar el crecimiento económico, sino la de volver a la casa de nuestro padre en la Tierra de Israel. A veces, entre tanta rutina, recordamos que vivimos en un estado de exilio de ese hogar que dejamos destruirse, de ese Jardín del Edén que no cuidamos.
La salida de Ya’aqóv es aquella salida que alguna vez como pueblo lloramos, pero que, al fin de cuentas, al final de nuestra historia lo recordaremos como uno de los momentos que nos permitieron crecer y mejorar en cada país de la Tierra durante nuestro exilio en el que estuvimos.
En aquel día veremos todo lo que habremos conseguido y nos sorprenderemos cuando nos demos cuenta que lo que verdaderamente importaba no era los bienes adquiridos, sino las experiencias, las luminarias que encendimos y la espiritualidad que pusimos.
Lehitra’ót!
Parashát Vayetzé_Con Kfir Ben Yehudáh
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